Solía despertarme de noche. La madrugada a veces me encontraba insomne y hambriento, con una necesidad patológica de dulce. Estos despertares terminaban indiscutiblemente en la cocina, con una taza de leche chocolatada y un paquete de galletitas dulces o vainillas.
Pero el atracón de azúcar no era lo único que terminaba manteniendome levantado por un par de horas. Mientras bebía de mi taza humeante o sumergía una vainilla en ella, tenía abierto ante mí mi cuaderno de notas, donde el tiempo se plasmaba en letras o trazos que luego algún Champollion descifraría. El tiempo levantado lo aprovechaba para escribir, relatar mis ideas, mis pensamientos, mis deseos, registrar mis experiencias, una anécdota o simplemente una frase que me gustó, un relato, un cuento, un verso.
Así, aquello que fuera un principio de problema para consultar a un profesional, termina convirtiéndose en una descarga del subconsciente a través de la escritura. La casa siempre tuvo puertas en la cocina lo que me permitía moverme con soltura y tranquilidad de no despertar al resto de sus habitantes.
Cuando fumaba, también era un muy buen motivo para abandonar la cama luego de dar vueltas sin lograr conciliar el sueño.Me encerraba en la cocina una vez más y cigarrillo en mano, escribía. Pero desde que abandoné el hábito del tabaco el mundo ya no es el mismo. Y siguiendo la línea de cuidado físico, de protección y mantenimiento preventivo de este templo que habito, también me cuido más en las comidas, casi dejé las galletitas y prefiero alimentos sin azúcares procesadas.
Esta suerte de toma conciencia de mi salud (y de la familia porque en realidad es un movimiento que acompañamos los cuatro a distintos niveles pero enfocados en la misma meta) terminó mostrando una arista imprevista. Junto con esos pequeños cambios en lo cotidiano, mejoró no solo mi sentir sino la calidad de mi sueño. Así ya no me desperté tanto de noche y el descanso comenzó a ser mucho más profundo y efectivo.
Como consecuencia comencé a escribir menos.
Parecerá difícil de entender tal vez, pero el día a día estaba lleno de ocupaciones que me distraían de la escritura. Siempre surgía algo para ocupar mi atención y mi tiempo. Y la escritura quedaba relegada a otro momento siempre y cada vez.
Procrastinación. Cuando oí la palabra me confundió y solo la pude relacionar con el idioma alemán, una enfermedad o síndrome moderno y novedoso, o algo antiguo como una corriente filosófica o el nombre de los ritos iniciáticos de una secta secreta. La verdad es que no sabia que significaba. Pero era tal cual lo que me pasaba: postergar algo y sustituirlo por actividades más irrelevantes o placenteras. ¡Eso me pasaba con la escritura! La postergaba y me entregaba apasionadamente a barrer lo barrido o limpiar lo limpio. Paralelamente desarrollé mi TOC, lo cual tiene mucho sentido para mi.
Pero ahora, con mis cuarenta años cumplidos, viene a salvar la situación el único órgano que jamás creí que me fuera ayudar a nada. Damas y caballeros: mi próstata. Como si fuera un reloj al que uno no apaga con bronca y deseos de continuar en la actividad onírica, mi próstata me despierta rigurosamente a las cuatro de la mañana de una manera tan categórica como ineludible. Mi vejiga necesita vaciarse y no hay sueño (de cansancio, ganas de dormir), ni sueño (como representación mental del subconsciente), ni sueño (como anhelo o deseo profundo que marca un rumbo) que pueda evitarlo. De esta manera, lo que mi conciencia no puede manejar y se enajena de su control procrastinandome todo el día, mi próstata, como un héroe en las sombras y anónimamente, se encarga de encauzar y llevarme hacia donde debo ir por medios que son tan contundentes como efectivos.
Todas las mañanas, antes de que cante el gallo, me levanto al baño y ,ya que estoy despierto, leo o escribo un rato. Luego vuelvo a la cama y descanso otro par de horas y casi todas las partes de mi cuerpo están felices.
¡Gracias Próstata inflamada por ayudarme a vencer la procrastinación y el insomnio!